El lugar donde todo partió.

Cada historia que se vive en la Maestra es única e irrepetible, pero siempre está fuertemente relacionada a la energía que desperdiga el lugar. Ya nos acercamos a los 17 años de historia, en las que se han cuajado muchas vidas entremedio, conteniendo una variada gama afectos y emociones.
Anoche se acerco a la puerta un hombre. Le acompañaban dos niños de unos diez años de edad y una chica algo mayor –tal vez de la edad de mi propia hija. El sujeto me pide un momento para explicar un problema. Yo inmediatamente intuyo que tendría que ver con la posibilidad de pasar al local con los menores, cosa que es imposible por el riesgo de ser infraccionado al alero de la ley de alcoholes, que es muy severa en la atención de menores de edad en negocios del ramo. Era aun temprano, y la noche no muy fría como para escuchar un pequeño relato de la posibilidad de conocer un lugar exótico y cosas por el estilo. Me llamo la atención la humildad verbal del hombre, ya era acreedor de una mayor atención de mi parte –por favor imagínense atender medio millar de comentarios y consultas insulsas por noche, hace que uno pierda oído a muchas cosas que se dicen. Me cuenta que anda con sus dos hijos y una sobrina, hija de un hermano fallecido el año pasado. No deja que asimile ese dato particular pero que no calza con una argumentación que tenga algo que ver con el lugar. Me cuanta que la niña quiere “mirar” el lugar, solamente eso, pues sus padres se conocieron aquí. Me electrizo ese detalle, empatizar en la mirada de una adolescente que ha perdido al padre y llegar al lugar que por una consecución de acontecimientos derivo en ella, en su individualidad, en la constitución de su existencia, y regresa –lo digo en el sentido de la energía que carga ella al ser germinada a partir del espacio que esta a punto de vislumbrar. Que puedo más que permitir el paso, no existe argumento ni reglamento que pueda impedir ese momento insoslayable de su historia.
No es más de un minuto, se le nota nerviosa, será una mirada intrépida que intentara cuadrar el relato –su mito genético- que establecerá cómo probable contructo vivencial y que traspasara a los suyos, y probablemente a los que vengan de después.
Cuando salen, el hombre marca un número en su celular y comenta al interlocutor que se encuentra en las puertas del lugar de aquel relato, el mágico espacio –no lo dice con estas palabras pero es sin lugar a dudas su sentido es ese- en él que conoció a su hermano. Me pasa el aparato y se presenta la mujer cómo Carmen y me agradece la posibilidad de permitir a su hija conocer ese lugar. Le dejo invitada para cuando pueda venir –cuando la chica esté más grande- y no sea tan notoria la edad.
Al fin se despiden, antes le pregunto la edad, catorce años. Ya se acerca la primera generación de hijos de la rumba.

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